06/12/2016
Perseverante

Algunos testimonios nos mueven a lágrimas, mientras que otros nos hacen sonreír. Unos nos inspiran y otros nos invitan a reflexionar sobre su significado más profundo. También hay testimonios como este, que nos llevan a decir: “¡Vaya!”. Prepárense, pues este sí que lo van a disfrutar:

Como hace 15 años, mi suegro organizó una pesca de salmón en el lago Míchigan con toda la familia (13 en total). Llegamos con un día de antelación para poder contemplar los paisajes. Arribamos al lago y los niños jugaron en la arena. Casi toda la zona estaba cubierta de arena, incluido un parque contiguo, que juega un papel en este testimonio.

A mediados de la tarde, todos los niños jugaban en el parque y yo columpiaba a mi sobrina. Llevaba poco tiempo de casado y estaba jugueteando con mi anillo de matrimonio, pues no me había acostumbrado a llevarlo. Lo trasladaba del dedo anular al meñique, pues ahí era más cómodo. Bien, mientras columpiaba a un niño en un parque lleno de arena, eso no era de lo más conveniente. Sí, acertaron: sentí la mano diferente al dar otro empujón y ¡entonces me percaté de que se me había caído! No pierdo el control tan fácilmente; además apenas había comenzado la tarde y me alcanzaba el tiempo para encontrarlo; eso pensé.

La noticia sobre la pérdida de mi anillo se extendió rápido por el concurrido parque. Pronto, tanto mi familia como extraños me ayudaban a buscarlo removiendo arena por todos los contornos del columpio. Las horas se sucedieron una y otra vez. Como cualquier hombre, traté de ingeniármelas con alguna herramienta que me salvara de ese desastre. Averigüé un detector de metales llamando a cuantas partes se me ocurrieron, pero no conseguí nada. Cuando la tarde empezó a ceder paso a la noche, todos los que me ayudaron ya se habían marchado hacía mucho tiempo y solo quedaba mi familia. Pasada otra hora, ya estaba oscureciendo. Todos estaban cansados: mis suegros, Dale y Ardith; mi cuñado, Andrew; y mi hermana, Michelle. Habíamos pasado un día agotador. Nadie quería quedarse ahí intentando hallar ese anillo, pues al día siguiente debíamos embarcarnos en el bote pesquero de madrugada. Les dije que regresaran al hotel y que Andrea —mi esposa—, yo y Briana —mi hija— continuaríamos la búsqueda.

No quería desistir, ya que mi esposa estaba llorando para entonces. Y qué culpa tenía ella, pues yo por tonto perdí el anillo de matrimonio que acababa de comprarme. También me inquietaba que si abandonaba la búsqueda y esperaba a la mañana siguiente, algún raquero aparecería tempranísimo con un detector de metales y se lo llevaría. Unos cuantos desconocidos lo sabían también: que había extraviado un anillo de oro en el parque. Cuando todo el mundo se había ido, ideé un plan. Hurgamos en los juguetes de playa de los niños y conseguimos un balde y, principalmente, un colador con que los niños filtran arena. Tracé cuadrados en la arena —muchísimos—, debajo, en frente y hasta detrás del columpio, puesto que no tenía la menor idea de la dirección en que lo arrojé del dedo. Comencé con un cuadrado, filtrando todo su contenido sobre otro. Luego procedí con ese cuadrado, incluyendo la arena ya filtrada y la subyacente, y trasladé todo al cuadrado vacío. Entonces ya contaba con un punto de partida.

Luego, proseguimos con el siguiente cuadrado y así sucesivamente, amontonando todo en la misma pila. La arena era honda y en tal medida debía profundizar, debido a todos los que esa tarde habían revuelto la arena en busca del anillo. Cualquiera que me conoció en ese entonces sabe que era algo perfeccionista. Me esmeré sumamente, cerciorándome de que cada granito de arena pasara por ese colador de juguete. Ya se hacía muy tarde y yo seguía distanciándome del columpio a medida que aplicaba mi “método de la cuadrícula”. Para entonces, habíamos formado una pila de arena enorme, filtrada muy minuciosamente. Se trataba de mi anillo y no me arriesgaría a aflojar a mitad de camino. Me consta que todos han oído el dicho de la aguja en un pajar. Pues eso lo experimentamos personalmente. Estaba determinado, pero a la vez iba perdiendo la esperanza.

Llevábamos muchísimo tiempo buscando. Andrea empezaba a agotarse y a ella no le sienta “muy bien” el cansancio (lo siento, cariño). Habiendo partido muy temprano para viajar hasta allá, el estrés por la ausencia del anillo y las labores de minería en arena era más de lo que la pobre podía soportar en un solo día. Estaba apesadumbrada por la pérdida y me destrozaba verla tan afligida por mi estupidez. Briana insistía en que nos fuéramos al hotel. Al marcar las 11:00 p. m., entré en gran desesperación. Ambas estaban consumidas tanto física como emocionalmente para entonces, así que se sentaron a observarme en mi fútil intento por encontrarlo. Una gran distancia ya me separaba del columpio implementando el “sistema de la cuadrícula”, con el cual ya no tenía sentido seguir intentando. En ese momento comencé a frustrarme, entristeciéndome y sintiendo que le fallé a mi esposa. Sin lugar a dudas, hice todo lo “humanamente” posible por hallarlo con los medios disponibles. Me acompañaba una montaña de arena que parecía un termitero descomunal y estaba seguro de que no pudo escabullirse del colador. No me quedaba más por hacer. Me di por vencido. Había fracasado. Mi esposa y mi hija se habían rendido hacía tiempo y a mí me tocó después. Por fin caí en cuenta de que no lo lograría por mi propia cuenta. Me avergüenza decir que tardé desde la tarde hasta casi la medianoche en concientizarme de que no me había quitado de en medio para que el Señor se encargara del asunto. No sé plasmar en palabras el sentimiento que estaba a punto de apoderarse de mí cuando por fin me percaté de que era un fracaso total y admití que ese anillo no aparecería sin la ayuda del Señor.

De repente, me urgió un deseo fuerte de orar (reconozco que no lo hice apropiadamente hasta ese momento). Al instante me armé de energía renovada y reuní a mi esposa y mi hija. Nos dirigimos al costado del columpio y nos arrodillamos. Sentí que mi hija Briana debía orar, pues aumentaría su fe. Ella ofreció una dulce y breve oración para que apareciera nuestro anillo perdido. Apenas terminó, me levanté de un salto, me acerqué al enorme montículo de arena, calé mi mano en su interior, agarré un puñado de arena y exclamé: “¡VÁMONOS!”. Sin la menor partícula de duda, enseguida me encaminé al carro y, a medida que la arena se filtraba por mis dedos, ¡EL ANILLO SE ENCONTRABA EN MI MANO!

Chris y Andrea Sanger

Charlestown, Indiana