26/11/2018
Liberada, parte 1

A Dios le gusta mostrar Su Poder. No que Él necesite hacerlo; pero le encanta. Le agrada, en Su omnipotencia, hacerle saber a Sus súbditos Quién es Él. Me alegra tanto, porque Él me mostró Su poder. Normalmente, cuando Dios muestra Su poder, no importa lo que la gente piense al respecto, la gente siempre se conmueve. Prepara sus corazones. Los hace estar listos. Los fortalece y los prepara para seguir un nuevo rumbo.

Dios tiene una manera provista (56-0108)

Recibimos este testimonio de parte de una hermana que solo había conocido oscuridad en su vida. Abuso continúo, un hogar destruido y todo tipo de pecado llenaban su vida; no obstante, Él conoce a los Suyos y Su mano se extiende hasta donde ninguna otra puede.

Esta es la primera parte de un testimonio que les recodará que nuestro Señor Jesús puede hacer lo que sea, dondequiera y cuandoquiera.

Me llamo Lisa, nací en un pueblito cerca de Amarillo, Texas.

Crecí en un hogar muy abusivo y nada Cristiano, en el que se consumían drogas en exceso. Mi mamá y mi papá discutían todos los días. Nunca vi que se demostraran cariño entre ellos y mi papá no podía conservar un trabajo debido a su drogadicción. Por lo tanto, nunca permanecíamos mucho tiempo en ningún lugar.

Cuando la situación se ponía muy difícil, nos íbamos a vivir con mi abuela materna, que vivía en San Diego, hasta que volviéramos a estabilizarnos. Hay cinco integrantes en mi familia y seis en la de mi abuela. Así que cuando nos mudábamos a donde ella vivía, nos amontonábamos once personas en un apartaestudio.

Por haber crecido en este ambiente, maduré muy rápido y no pude disfrutar de la niñez. Siempre estaba en un estado de preocupación e incertidumbre: me preguntaba si nos íbamos a mudar otra vez o qué íbamos a comer al día siguiente. Seguimos viviendo en esa condición hasta que cumplí nueve o diez años.

Nos encontrábamos en Amarillo, cuando mi madre no pudo soportar el abuso físico de mi padre ni su consumo de drogas, y logró que lo encarcelaran y se divorciaron. Entonces regresamos a San Diego para vivir con mi abuela. Ella odiaba a mi padre por dejar a mi mamá en una situación tan terrible; entonces se desquitó conmigo. Me pegaba por parecerme a él y me repetía que no sería nada y que nadie me amaría.

Por todo lo que tuve que soportar, me prometí que haría algo con mi vida y no permitiría que mi niñez definiera mi futuro. Entonces me esforcé mucho en la escuela. Sacaba las mejores notas y me iba muy bien. Fui la primera de mi familia en estudiar una carrera universitaria de cuatro años. Sin embargo, mi corazón aún no estaba en el lugar indicado.

Estaba llena de ira y dolor, por lo que vivía amargada y no me interesaba por nada, ni siquiera por mí. No sabía amar y siempre evitaba confiar o abrir mi corazón a alguien. Definitivamente no conocía a Dios. Lo único que sabía de Dios era sobre la Pascua, la Navidad y otras ocasiones especiales.

Mi papá solía llevarnos a una iglesia católica. Sinceramente, fueron unos de los momentos más felices de mi infancia, pues mi familia estaba en armonía. Cuando crecí, me entregué al alcohol, las drogas, las apuestas y las fiestas para reprimir mis sentimientos. Solo empeoraba. En mi peor estado, conocí a mi novio (quien ahora es mi esposo) en una fiesta de autobús.

Empezamos a salir y también se volvió mi peluquero y comenzó a cortarme el cabello. Me rasuraba un lado de la cabeza y dibujaba diseños. En una ocasión estaba esperando que me cortara el cabello y vi a una pareja en la esquina de la peluquería tomándose de las manos y riéndose. Me pareció muy extraño ver a una pareja tan feliz y enamorada, pues nunca había visto algo así en mi infancia. No obstante, no podía sacármelos de la cabeza mientras Marcos me cortaba el cabello.

Le pregunté si conocía a los ancianos de la esquina y me dijo que eran sus padres. Nunca me imaginé que fueran sus padres, pues eran lo opuesto a la vida que él llevaba. Yo pensaba que él había crecido en un hogar como el mío. Nunca me había mencionado nada sobre su familia ni su historia; así que, cuando me contó que eran sus padres, no podía creerlo.

En fin, seguimos saliendo, rompíamos y regresábamos, hasta que finalmente nos separamos, por mi alcoholismo e ir tanto a fiestas, discutíamos y peleábamos demasiado. Mucho tiempo después, nos contactamos de nuevo y dijimos: “Intentémoslo una vez más”.

La misma semana que regresamos, Marcos me invitó a la celebración del cumpleaños de su madre. Fue el 13 de agosto del 2011. Acepté la invitación. El domingo por la mañana, el día del evento, me llamó para decirme que iríamos a la iglesia por motivo del cumpleaños de su mamá. Me pidió que por favor me pusiera el vestido más largo que tuviera en el armario, los pendientes más pequeños que tuviera y que me cubriera la parte de la cabeza que me había rasurado. Me enfurecí, pues intentaba decirme cómo vestir y no me dejaba ser yo misma. Pensé: “Ya no quiero ir”. Pero no podía, ya que soy una persona de palabra y ya había acordado ir. Discutimos en el carro hasta que llegamos a la iglesia. Pero eso no impidió que fuera, pues ese día Dios tenía un plan y una cita para mí.

En los próximos días publicaremos la conclusión de este artículo, sobre la conversión de la Hermana Lisa y su gratitud hacia el Señor.