12/12/2018
Dejando escapar la presión

Y entonces, ¡es la edad nerviosa y neurótica en la que estamos viviendo! Y, saben, en todo esto, los médicos no tienen la respuesta, porque eso también los plaga a ellos. No tienen la respuesta. Ellos no saben qué hacer. Ud. le dice: “¡Oh, doctor, a mí—a mí—a mí está que se me explota la cabeza yo no sé qué hacer! Yo…”.

“Pues” diría él, “a mí también. Pues, no hay nada que uno pueda hacer”. Él le daría un tranquilizante. Y cuando eso pase, Ud. queda más nervioso que al principio; como un borracho bebiéndose un trago de más para salir de su borrachera. ¿Ven Uds.? Así que, Uds.—Uds. no pueden hacer eso. No hay respuesta; ellos no la tienen. Sin embargo, Dios tiene la respuesta. Eso es lo que queremos tomar—hablar, de tener la respuesta; Dios tiene la respuesta. Él es la respuesta. Cristo es la respuesta a todo problema que tengamos.

Dejando escapar la presión (62-0513e)

Todos nos desanimamos. Puede ser en el trabajo, con nuestra familia o, frecuentemente, con nosotros mismos. No obstante, el Señor conoce cada situación. Él sabe a qué hora se despiertan ustedes, lo que piensan en el trabajo y hasta el color de sus zapatos. Él sabe todo y sigue siendo el Gran Consolador. Este hermano de California estaba desanimado y luego se dio cuenta de que el Señor Jesús lo sabía todo. El siguiente es su testimonio.

Saludos en el Nombre del Señor Jesucristo:

Hoy es sábado y hace solo unas horas terminamos el precioso Tiempo a Solas mundial. Deseo adorar al Señor compartiéndoles este testimonio.

Trabajo como supervisor y trato con incrédulos. El diablo siempre está allí para importunarme y hacerme sentir miserable. Algunos no tienen buena actitud, no se llevan bien con los demás, no trabajan lo suficiente y se entretienen con juegos. Otros solo se quejan del salario, de los impuestos y piensan que tengo preferidos, que no soy justo y demás.

Aparte de eso, debo lidiar con las exigencias de mis jefes. Llegué al extremo de “enfermarme psicológicamente”. Llegaba a casa y no quería hablar con nadie. Hasta me molestaba oír la notificación de un mensaje de texto; solo quería tranquilidad o partir a las montañas y jamás regresar. Después, me empecé a deprimir y entristecer. Como soy supervisor, la gente constantemente me abordaba para hacerme preguntas y consultarme problemas. Algunos eran problemas de verdad, pero otros no.

No podía tolerar los problemas que surgían. Me molestaban demasiado, pues necesitaba un descanso, una pausa. Las vacaciones y los descansos sin duda ayudaban un poco; pero, cuando regresaba, seguía empeorando. Comencé a perder la motivación. Me tomaba un café expreso o mis suplementos vitamínicos con un batido de proteínas, y, aun así, no sentía energía. Era infeliz. Dejé de ayudar a mis compañeros y, básicamente, mi desempeño era el mínimo.

No recuerdo el sermón en el que el Hermano Branham mencionó que, si uno está desmotivado, ni siquiera va a poder levantarse de la silla; eso es absolutamente cierto. Sin importar cuantas bebidas energéticas tomen o cuán saludable sea su alimento, si uno no está motivado, no puede levantarse de la silla; y, un día, llegué a ese punto.

Surgían dificultades, llegaban correos electrónicos sobre problemas, los empleados estaban retrasándose, etc. Incluso un compañero lo notó y dijo que parecía que nada me importara. Tenía toda la razón.

Llegó la hora del almuerzo e hice el esfuerzo de levantarme y registrar la salida. ¡Oh, vaya! Estaba arrastrando los pies, caminaba como un anciano sin bastón. Cuando iba a alcanzar el reloj de fichar, empecé a orar: “Señor, Tú sabes cómo me siento y no sé qué sucederá”. Solo sabía que no podía soportar más. Entonces, registré mi salida y salí por la puerta del parqueadero. Avancé casi tres pasos y me apoyé en la pared. Con la luz del sol de las 10:30 a. m. golpeándome, cerré los ojos y empecé a orar. Dije: “¡Señor Jesús, ayúdame! Padre Celestial, ¡Te necesito!”

No recuerdo qué más oré, pero no fue mucho. Fue una oración corta, de no más de 30 segundos. Terminé mi oración con “en el Nombre del Señor Jesucristo. Amén, Dios mío; amén, Señor Jesucristo; amén, Dios Todopoderoso; amén, Señor Jesús”.

Sorprendentemente, ¡NI SIQUIERA había terminado mi oración Y FUI LIBERADO!

De inmediato, abrí la puerta y regresé motivado para trabajar y dirigir dando ejemplo (hasta trabajé durante el almuerzo). Todo el tormento que duró casi dos años desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Al día siguiente, el mismo compañero que me había descrito, me comentó que parecía una persona completamente diferente. Todos se asombraron de verme trabajar y siempre respondía, desde el fondo de mi corazón: “Gracias a Dios, gracias a Dios”. Los demonios atacan constantemente, en todo momento sin parar. Son peores que los mosquitos en un río durante el verano. Pero si le encomendamos absolutamente todo a Él, Él cuidará de nosotros. No importa qué sea, confíen en Él con TODO su corazón.

Ahora me aseguro de empezar el día con una hora o más de oración. Los compañeros complicados se han ido y los demás han cambiado su actitud conmigo.

No me atemoriza cuántos demonios estén allá afuera. Diariamente enfrento todo espíritu en el Nombre del Señor Jesucristo. Amén. Su hermano en Cristo.

Anónimo

California