La reunión de Branham en Beaumont… “desde donde me senté”
Por Tracy D. Boutlier, pastor del Tabernáculo Gloria
Han transcurrido treinta y seis horas. Aún sigo un poco atónito. Quizás me puedo recuperar lo suficiente para redactar algún informe de las maravillas que mis ojos presenciaron y mi alma experimentó.
Esta es mi ciudad. Vivo aquí. Fui a la escuela, trabajé, prediqué y oré por esta ciudad. La semana pasada algo me pasó a mí y a mi ciudad. Me siento obligado a confesar que… no creía que eso pudiera ocurrir aquí. Yo decía que era el cementerio de los predicadores. Afirmaba que el Auditorio de la Ciudad era lo suficientemente grande para albergar a la gente, quizás hasta demasiado grande. ¡Cuán equivocado estaba! ¡Gloriosamente equivocado!
Puede ser que en esta edición vean las fotografías y los testimonios de las maravillas de Dios. Me parecieron asombrosos. La presencia del Dios viviente cubrió la audiencia como una nube que gotea. Los lisiados saltaron de las sillas de ruedas; pobres víctimas que estaban desamparadas y postradas en un catre se levantaron; y un par de pies hinchados y llenos de gangrena por la diabetes —que antes ni podían sostener su cuerpo cansado— recibieron sanidad y fortaleza y recorrieron los pasillos de arriba abajo, mientras la hermana alababa y glorificaba a Dios.
Un hombre del sanatorio de tuberculosis de nuestra ciudad fue sanado. Antes de regresar al hospital, se hizo exámenes de rayos X con otro médico. Regresó con los resultados. Asombrosamente, ¡había sanado!
Un ministro que el Hermano Branham no conocía se encontraba postrado en un catre. Estaba enyesado desde los pies hasta el pecho. El Hermano Branham lo señaló desde la plataforma. Le contó una parte de la historia de su pasado. ¡Era cierto! Lo sé, pues conozco al hermano. Él es un miembro de nuestra iglesia. Este miércoles va a ir a Galveston, Texas, para que le retiren el yeso. Le habían indicado permanecer así seis meses.
A pesar de las obras maravillosas y de lo indiscutible que fue el don de discernimiento, todo quedó relegado a un segundo plano por algo más que vi.
Ese primer domingo por la noche, seguía un poco escéptico. Mi buen amigo, el Hermano Jack Moore, me había contado al respecto, pero no lo comprendía totalmente. Entonces el pequeño y frágil siervo de Dios salió a la plataforma. En menos de cinco minutos todas mis dudas se desvanecieron como la neblina al amanecer. Fui convertido. Supe que ese era un hombre de Dios. Aunque aún no había presenciado los milagros ni visto el don de discernimiento en acción. Sin embargo, ante mí, en carne y hueso, se encontraba una epístola de ese camino excelente.
Para mí, la viva demostración del camino de caridad y lo que hizo en mi corazón fue lo más maravilloso.
Hay una gran inquietud en el corazón de nuestros ministros y también en el del laico. Se escuchan estos comentarios: “¿Habían visto algo así? ¡Nunca había oído ni presenciado algo tan maravilloso! ¿Alguna vez habían visto tanta humildad? ¿Habían sentido tal cercanía con Dios y ese deseo de ser un verdadero Cristiano espiritual?”.
¿Eran sinceros? ¿Hablaban en serio mis hermanos ministros? En el pasado, esta antigua ciudad se había dividido por crueles conflictos sectarios. El terrible y cruel flagelo del prejuicio religioso la había dejado sangrando en muchas ocasiones.
Pero no fue así la semana pasada. El auditorio estaba lleno, al límite. Todo el lugar era un altar. La plataforma se llenó de personas enfermas y desamparadas. El querido siervo del Señor, exhausto, se retiró a su habitación. Entonces se escuchó el llamado: “Todos ustedes predicadores vengan a la plataforma, mézclense con la multitud. Oren por los enfermos. Cada uno empiece una línea de oración”.
¡Todo eso ocurrió en mi ciudad! En esta pobre ciudad enferma. Presencié lo que pensaba que nunca vería. Todos los ministros de Dios de un corazón y un alma —hombro a hombro— orando, gritando, amándose mutuamente y adorando juntos a Dios. ¿No debería ser así?
Al día siguiente, todos nos sentamos juntos con motivo de un delicioso almuerzo. Había una harmonía y dulzura que raramente se siente. Entiendo que fue una de las ciudades donde más gente ha asistido hasta ahora.
Desde donde me senté la hora más excepcional fue cuando predicó el hombre de Dios, el cual “afirma que no es un predicador”. Jamás había visto tal unción. Nunca había escuchado un mensaje tan grandioso o que se exaltara tanto a Cristo.
No me malentiendan con este informe humilde. No procuro alabar o exaltar al hombre, sino que debemos honrar al Dios que obra tales maravillas por medio de sus siervos.
Un análisis de un minuto: para mí fue una mejor visión, esperanza, fe y consagración; para mi ciudad, un gran avivamiento, pecadores salvos, enfermos sanados, compañerismo y un gran entendimiento.