28/12/2016
Las reuniones de Sudáfrica

El siguiente es un testimonio que publicó un miembro prominente de las Asambleas de Dios de Sudáfrica. Más que sus opiniones, agradecemos sus experiencias como testigo presencial de las reuniones del Hermano Branham en Sudáfrica. El siguiente extracto se publicó en su serie de artículos Para que conste, reflexiones sobre las Asambleas de Dios:

Cuando William Branham visitó Sudáfrica a principios de la década de 1950, yo ejercía un empleo secular de inspector de salud en la Comisión Local de Salud, cerca de Pinetown, Natal. Por lo tanto, no participé directamente en la organización de las concurridas reuniones que él llevó a cabo en Durban, pero Fred Mullan pertenecía al comité de organizaciones nacionales. Sin embargo, sí asistí a todas las reuniones Branham en Durban.

En la asamblea pentecostal se creía fervientemente en milagros y sanidad divina. No obstante, la verdad era que yo jamás había presenciado un milagro espectacular en todos mis 15 años de experiencia Cristiana. Sí habían ocurrido sanidades relevantes en respuesta mis propias oraciones, pero por maravillosas que fueran, no se trataba de maravillas desconcertantes que se pudieran clasificar como milagros instantáneos y espléndidos. Las reuniones Branham me permitieron experimentar algo así por primera vez. De hecho, me brindaron el primer contacto con evangelismo de sanidad “muy exitoso”, acompañado de drama, emoción, desilusión y, sí, ¡también bendición! 

Branham vino conformando un trío de predicadores: él mismo, F. F. Bosworth y Ern Baxter. Ciertamente, no pudo haber un trío más poderoso.

La elocuencia de Baxter era carismática. Las reuniones comenzaron en Durban City Hall, que todas las noches se saturaba hasta las puertas. Una noche tuve que dejar la reunión por alguna razón. Cuando me retiré por la entrada principal del salón hacia Church Street, estaba lloviznando. Los altoparlantes resonaban por la zona de Town Gardens, transmitiendo el servicio desde City Hall. Dos hombres llegaron apresurados de Town Gardens a Church Street, para evadir la lluvia, pues no llevaban abrigos. En ese momento, los altoparlantes amplificaron la voz de Baxter, con su melifluo y convincente acento canadiense. Observé a los dos hombres. Al escuchar su voz se detuvieron y le prestaron gran atención, indiferentes ante la lluvia. Admirado, los observé parados como estatuas en donde se frenaron como si su sermón los hubiera paralizado. Así permanecieron hasta que él terminó de hablar. Jamás había visto tal poder en la palabra hablada.

F. F. Bosworth era el autor del libro Cristo, el sanador, una exposición clásica de la sanidad divina. Él afirmaba poseer un don especial al orar por la sordera y, en efecto, sentado en la audiencia me pareció que una gran cantidad de personas sí recibieron su audición cuando él oró por ellos.

Pude conocerlo con más intimidad cuando regresó de Sudáfrica tras las reuniones Branham. Era un anciano en el ocaso de un gran ministerio. Lo ayudé a él y su hijo Bob a organizar reuniones en el pueblo nativo de Clermont, cerca de Pinetown, Natal, donde me desempeñaba como inspector de salud. Cada día nos visitaba a Enid y a mí en nuestra casa de Pinetown, con un paquete de emparedados. Yo lo transportaba en carro a sus reuniones. Desafortunadamente no nos acompañaba a almorzar, evitando abusar de nuestra hospitalidad. Su reuniones en Clermont en realidad fueron un anticlímax tras la conmoción de la Cruzada Branham, pero Enid y yo consideramos un privilegio maravilloso ayudar a ese gran siervo humilde de Dios y aprender de su repertorio de experiencias mientras nos relataba varios eventos de su largo ministerio.

Una noche oró por un joven africano sordo de unos diez años. Con un reloj de bolsillo barato confirmó que su audición se había restituido. Acercó el reloj al oído del niño, cuyo rostro se iluminó con una sonrisa. Al estilo africano, comenzó a chasquear la lengua a un ritmo idéntico al tictac de un reloj. Obviamente podía oír.

El ministerio de Branham fue espectacular sobremanera. Su predicación era impresionante y su sabiduría, inequívoca. El efecto que produjo fue admirable. Solía declarar: “Yo no los puedo sanar; Dios se encarga de eso; pero no pueden impedirme conocer lo que anda mal con ustedes; ¡ese es mi don!”.

Mencionó que muchas enfermedades, como tuberculosis y cáncer, eran demoniacas y al parecer veía espíritus mientras ministraba a los dolientes de la congregación. Una vez, mientras ministraba en la plataforma a alguien que padecía de tuberculosis, se volvió a un hombre en la galería, clamando: “¿Señor, por qué se movió? El espíritu de esta persona busca ayuda de Ud. ¡Ud. también tiene tuberculosis! Y Ud., y Ud. también, y Ud.; todos ustedes sufren de tuberculosis, ¿verdad?”. Señaló a varias personas en la galería. Efectivamente, todos se pusieron de pie, acreditándolo. Cito el acontecimiento sin intención de afirmar que todos los casos de dicha dolencia tengan una causa demoniaca; de ninguna manera. Solo lo relato como algo que atestigüé en esa ocasión.

Uno de los incidentes más dramáticos que recuerdo fue cuando una mujer hindú se presentó ante él en el hipódromo Greyville para que le ministrara. Su voz resonó: “Ud. no está enferma; es en su corazón; ¡su esposo la golpea!”. Nuestros corazones se movieron a compasión por la pobre mujer, mientras dictaba una severa advertencia a su esposo maltratador para que se enmendara.

Relacionadas con nuestra pequeña asamblea de Durban, había dos hermanas jóvenes piadosas que necesitaban sanidad. La menor sufría gravemente de asma. Trabajaba en Johannesburgo como enfermera. En el clima de Rand su asma era fuerte pero tolerable. En la costa se empeoró tanto que la tuvieron que hospitalizar. En busca de sanidad, voló de Johannesburgo a Durban para que Branham orara por ella. Cuando desembarcó del avión en Durban el asma la atacó. La trajeron en ambulancia a las reuniones, postrada en una camilla.

Su hermana mayor afirmaba padecer de epilepsia, pero los que la habíamos conocido por años no podíamos concebir su dolencia. Cierto, a ella le sobrevenía alguna clase de ataques, pero a nadie le parecía que fuera verdaderamente epiléptica.

El método de Branham en el ministerio era llamar a 15 personas a quienes les ministraba personalmente en la plataforma. A medida que la audiencia contemplaba la forma milagrosa en que Branham discernía su situación, él sentía que la fe aumentaba para que las sanidades ocurrieran espontáneamente en los presentes.

Cuando las dos hermanas pasaron a que les ministraran, por casualidad me encontraba en la plataforma ayudando a Branham a dirigir a las personas a subir y bajar de la plataforma. No sabía quién sería el siguiente candidato a oración.

Cuando noté la mayor de las hermanas esperando en la fila la ministración de Branham, mi corazón se aceleró de expectación. ¿Sabría Branham cuál era su dolencia? ¿Cómo la abordaría a ella? Tal cual, su respuesta me admiró.

La vi avanzando hacia él. Cuando estaba como a seis metros de distancia, le manifestó: “¡Ud. es una creyente! A Ud. le vienen unos… como que se retuerce”. No le pudo haber descrito sus síntomas con mayor precisión.

Luego le dio la espalda, diciendo: “Tiene un pariente en este salón… una hermana”.

Observé atónito mientras él escudriñaba a la gente postrada en las camillas, ubicadas en el pasillo cerca de la plataforma. Señaló directamente a la menor, que yacía en el pasillo. Anunció: “¡Es Ud.! ¡Ya está sana!”.

La conozco por 60 años, desde que era una niña. Desde la reunión Branham, está libre del asma hasta la actualidad, en la que está sirviendo a Dios en un jardín infantil dedicado a africanos que viven en zonas no residenciales cerca de Johannesburgo.

Una sanidad similar fue concedida a una señora en el este de Londres. Yacía en una camilla del pasillo, lisiada sin poder levantarse. Fue sanada por palabra de Branham. Después la Asamblea de Dios del Este de Londres la envió como misionera. En mi estadía en Durban, yo solía viajar a Port Shepstone, Natal, donde ella ministraba en la comunidad indígena y fundó una iglesia. Yo solía predicar allí mensualmente para ayudarla en la obra que desempeñaba. 

Estas sanidades que les he referido son concernientes a personas que conocí personalmente. Por tanto, puedo responder por ellos.

Otra sanidad semejante corresponde a un Sr. Daniels, quien se unió a nuestra asamblea en Durban. El Sr. Daniels era un hermano anciano de corazón sencillo con una postura muy firme. Era un veterano que en su época se distinguió como un cazador profesional de renombre. La punta de su nariz presenta una deformación, un agujero de unos tres milímetros de diámetro, como si la hubieran perforado hasta las fosas nasales. Me contó que ese espacio antes lo ocupaba un crecimiento.

Branham le ministró. Pronunció estas palabras: “Mañana a las 7:00 a. m. estornudará y el crecimiento se desprenderá”.

A la mañana siguiente el Hermano Daniels se despertó, se levantó y, como de costumbre, corrió las cortinas para saludar el día. Entretanto, el sol dio en su rostro, lo cual lo hizo estornudar. Efectivamente, en la palma de su mano quedó el crecimiento expulsado por el estornudo. Él revisó el reloj. Marcaba las siete en punto.

El Hermano Daniels estaba persuadido que Dios permitió que aquel agujero persistiera en su nariz como recordatorio y testimonio del milagro.

El Natal Mercury, el periódico matutino de Durban, cubrió cabalmente las reuniones Branham. A testimonios y fotografías de sanidades milagrosas se les otorgaba la primera plana. Durante unos días la euforia cundió en la comunidad pentecostal, que no había presenciado algo semejante en toda su historia. Pero pronto la desilusión surgió, pues muchos de los que aparentemente sanaron sufrieron recaídas y algunos hasta murieron. El Natal Mercury concedió tanta prominencia a los fracasos como anteriormente a los presuntos milagros, publicando contenido algo melancólico y escarmentado sobre los acontecimientos. Produjo un efecto devastador en nuestra fe.

Aun así, los asistentes a City Hall aumentaron tanto que las reuniones se tuvieron que transferir al hipódromo Greyville, en donde se podía acomodar a 70 000 personas. Era la época húmeda de Durban, así que por muchas horas lloviznaba. A pesar de eso, las reuniones concurridas continuaban, independientemente de la llovizna. Ern Baxter comentó en broma que era su primera experiencia de predicar a una congregación de paraguas, pues la mayoría de los presentes se sentaban en las gradas descubiertas, resguardados de la lluvia bajo paraguas.

Uno no se imaginaba en ese momento que miles de los que abarrotaron las reuniones pertenecían a la comunidad hinduista de Durban, en la que había circulado un rumor de que Branham era una encarnación o avatar de la deidad hinduista Krisna. A los hindúes devotos no les interesaba Jesucristo predicado como Salvador y Señor, pues era muy fácil asignarle un puesto entre la amplia selección de dioses en que creían, siempre y cuando Él no fuera magnificado como el único y verdadero Dios, aparte del cual no puede haber otro. La situación evocaba la que se describió en Hechos 14, cuando la gente de Listra llamó a Bernabé Júpiter y a Pablo, Mercurio, dos dioses paganos.

Hasta sucedió que se difundió en venta una fotografía de Branham con una luz sobre su cabeza, parecido a una aureola. Las fotografías de Branham con un “halo” se vendieron como pan caliente.

Cuando todo el espectáculo se desvaneció, quedamos decaídos mientras retomábamos las reuniones de nuestra pequeña asamblea, preguntándonos qué fue de todos los abundantes convertidos que respondieron a la poderosa predicación de Baxter. Por lo que recuerdo, ninguno de ellos jamás se halló en nuestros servicios. Solo se puede confiar en que algún grano de la verdad se haya arraigado para siempre en sus corazones, independientemente de si asistieron a nuestros servicios.

Sin embargo, sí recibimos dos afiliaciones significativas a nuestra asamblea: un hombre llamado John Sims y su esposa, Enid.

John Sims, que provenía de Londres, era un artista comercial y trabajó con mi esposa (también llamada Enid) en Lyntas, la agencia publicitaria de los hermanos Lever. Era un hombre pequeño y muy temperamental. Mi esposa, Enid, le compartió el testimonio de su salvación, pero el único efecto aparente fue provocarlo a blasfemar y perseguirla al punto en que ella resolvió con lágrimas jamás discutir con él sobre el Cristianismo. Aun así, cuando las reuniones de Branham impactaron a Durban, ella transigió al punto de dejarle un libro sobre la vida de Branham: William Branham, un hombre enviado de Dios. Lo leyó con avidez, pero no asistió a las reuniones de City Hall.

No obstante, viviendo en el Bluff, desde donde se abarca Durban, él podía ver allá abajo las luces esparcidas por la bahía de Durban, con los reflectores de City Hall encendidos y prominentes. Pensó: “Dios está en ese lugar y yo también debería estar allí”.

Ahí se detuvo; pero después sí habló con mi esposa al respecto, aceptó una invitación a nuestros servicios de la asamblea y se convirtió. Siguió al Señor hasta que murió hace unos años. Se ofreció como artista en la imprenta Emmanuel, en Nelspruit, la sociedad de folletos que se originó de la Misión Elim, de H. C. Phillips.

Contó un sueño que una vez tuvo, en el cual se encontraba en la sala de operaciones del cielo, con mapas y mesas por todas partes. Había multitudes de ángeles, todos enfocados en sus funciones en silencio absoluto. En la atmósfera reinaba un sentido de compromiso concentrado en silencio. Entonces vio al Señor: Oró: “¡Oh, permíteme formar parte de todo esto!”. Como respuesta, el Señor señaló autoritariamente un escritorio de artista instalado en una esquina del establecimiento. Entonces supo que ese ara su llamamiento. En Nelspruit colaboró en la edición de literatura y folletos que se distribuían por parajes remotos de África. Sin duda participó en las operaciones de combate de Dios para predicar las Buenas Nuevas.

Evocando años pasados, uno se da cuenta de que la visita de Branham a Sudáfrica provocó un efecto vasto e imponderable. Quebró barreras. Potenció los milagros de los que antes carecían y originó una oleada de evangelismo que sigue extendiéndose hasta la actualidad. Estadísticamente hablando, no muchos nuevos convertidos se unieron a las iglesias y no todos a los que se ministró fueron sanados (pero que quede claro: muchos sí).

El impacto no fue estadístico. En suma uno diría que la visita fue un acontecimiento en la vida espiritual de la iglesia sudafricana. Los temas doctrinales de sanidades y milagros cobraron gran importancia y relevancia en el movimiento carismático, entre cuyos precursores estuvieron las reuniones de Branham. Branham mismo cayó en error. Algunos de sus seguidores lo proclamaron profeta y una secta herética lo convirtió en una figura de culto. Finalmente, murió a causa de un accidente de tránsito y, según se informa, sus seguidores intentaron resucitarlo en vano.

Al ministerio de Branham lo sucedió la era de los que podrían llamarse evangelistas de la voz de sanidad. Un hombre llamado Gordon Lindsey publicó una revista titulada La Voz de Sanidad, mediante la cual ayudó a patrocinar a muchos evangelistas que operaban en cruzadas organizadas en carpas y reuniones de gran asistencia. Fundó en Dallas, Estados Unidos, el Colegio Bíblico Cristo por las Naciones, institución que su respetada viuda aún encabeza.

La oleada de la voz de sanidad se disipó, pero su énfasis en la fe (“solo reclamarlo”) reapareció en los setenta con las enseñanzas de Kenneth Hagin y su iglesia Rhema Bible, en Estados Unidos. Y la obra de Dios sigue avanzando, no exenta de controversia y hasta algo de herejía, pero con dinamismo irrefrenable y, gracias a Dios, con la capacidad de ser renovada, pulida, corregida y purificada. Cristo edifica Su iglesia con instrumentos falibles, logrando Sus propósitos por medio de ellos y a menudo a pesar de ellos. Ya entendamos o no todo lo que ocurre, el Espíritu Santo es un factor global que opera en la iglesia para constituirla como debe ser.

Artículo de John Bond

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