Hace cuarenta y siete años, durante nuestra luna de miel, decidimos quedarnos en un pueblo donde vivía antes para visitar mi antiguo hogar y a unas personas. Había leído el testimonio de la Hermana Grace Everleigh, quien, por casualidad, vivía enfrente de la escuela a la que asistí cuando niño. Aunque nunca nos cruzamos cuando vivía allí, queríamos visitarla a ella primero. Llegamos a su casa y, sin saber exactamente qué esperar, tocamos a la puerta. La Hermana Grace abrió y nos invitó a pasar. Se veía muy saludable y todavía servía fielmente al Señor. Disfrutamos mucho visitarla y escuchar personalmente su experiencia de esos eventos.
Wesley y Grace Everleigh junto a la camilla en la que estaba acostada.
Ya no recuerdo mucho de lo que contó; pero, sí recuerdo que, para ella, lo más sobresaliente de todo fue que su esposo, después de resistirse por varios años, fue salvo la misma noche que ella fue sanada. Siguió sirviendo al Señor hasta que partió a casa, unos meses antes de nuestra visita.
El día que fue curada, no esperaban que alcanzara a vivir hasta el servicio de esa tarde y, aun así, allí estábamos visitándola diecisiete años después. Llegó a vivir cuarenta y ocho años más después de su sanidad y partió a casa a la avanzada edad de noventa y tres años.
Otra persona que quería visitar en ese viaje era una católica devota que me cuidaba cuando salía de la escuela. Vivía a unas pocas casas de la de la Hermana Grace. Cuando le pregunté a mi niñera si conocía a Grace, respondió: “Oh, sí, por supuesto”.
Le pregunté: “¿No se encontraba gravemente enferma hace muchos años?”
Contestó: “¡Vaya! ¡Sí! Estaba a punto de morir”. Luego, con una mirada de curiosidad, me comentó: “Sabes, su esposo la llevó a algún lugar para encontrar una cierta cura y regresó completamente sana. Aún sigue saludable”.
Tuve la oportunidad de contarle sobre la “Cura”.
Créanme, es mejor escuchar al Hermano Branham llamarla en el servicio y no solo leerlo.