En agosto del 2018, con mi esposo fuimos a un control médico anual. Mi esposo le preguntó al médico si podían practicarme un ultrasonido en las arterias carótidas, ya que soy muy olvidadiza. El médico estuvo de acuerdo con el examen.
Por lo que el jueves, me realizaron el examen y, una semana después, la enfermera me llamó al celular en la noche del viernes —cuando la mayoría de las oficinas ya han cerrado— para informarme que mis arterias carótidas se encontraban bien, pero que las arterias vertebrales (ubicadas detrás de las carótidas) estaban impidiendo el flujo sanguíneo al cerebro.
Le pedí que hablara con mi esposo. Estábamos fuera de casa cenando con nuestro hijo y nuestra nuera en otra ciudad. Así que ella le contó lo que me había dicho y le informó que ya había programad una cita con un cirujano vascular para el viernes siguiente.
Luego de despedirnos, emprendimos el viaje de regreso de dos horas. Soy enfermera de profesión, por lo que era consciente del riesgo que corría mi salud. Le comenté a mi esposo que entendía la gravedad de mi situación. Si tenían que operarme, con que una pequeña placa se desprendiera, moriría. También le dije que no quería dejarlo a él ni a nuestros muchachos mayores (que no creen lo mismo que nosotros), pero como resultara sería una situación beneficiosa para mí.
Si lograba salir de todo con éxito, sería grandioso; si no, moriría, y ¡eso sería maravilloso! A la mañana siguiente, nos dirigimos a una ciudad cercana para devolver el carro rentado. Cuando llegamos, mi esposo fue a entregar el auto y, cuando regresó, le pregunté si mi rostro estaba rojo. Él contestó que sí y preguntó qué había pasado. Le conté que tenía una sensación extraña dentro del cuello, como una presión intensa, y que, de repente, desapareció. Ahora mi cara estaba caliente y roja, como si hubiera tomado medicamento que enrojece.
Tenía una sonrisa extraña y me contó que le había pedido a uno de nuestros hermanos en Cristo que orara por mí. Le pregunté en qué momento y respondió que cuando se dirigía a la ciudad a regresar el carro rentado (unos 20 minutos antes de que llegáramos).
El viernes, cuando nos reunimos con el cirujano, nos dijo que había visto el informe, pero que la mala memoria no era un síntoma. Aparte de los resultados del examen, no presentaba ningún otro síntoma del diagnóstico. Así que consideraba que el procedimiento menos invasivo que se podía realizar era que su personal repitiera el examen. Estuvimos de acuerdo, pero tuvimos que esperar dos semanas. Sentía que mi problema había terminado cuando nuestro hermano oró por mí y el Señor se había encargado de mi problema. Sin embargo, siempre empezamos las vacaciones en Jeffersonville, a 4 horas y media de donde vivimos. Ese domingo, en la iglesia, el Hermano Branham dijo al final del servicio: “Coloquen sus manos sobre su vecino y oren por ellos”. De seguro lo hicimos y el hermano que estaba detrás mío colocó su mano en mi hombro. Por no decir más, quedé abrumada cuando volví a sentir lo mismo en el cuello: una presión intensa que se desvaneció repentinamente. Había SANADO POR COMPLETO.
En ese momento dejé de pensar que tenía un problema. Desde la primera vez, creí que había desaparecido. Buscamos a nuestro hermano al concluir el servicio para explicarle lo que había pasado en la iglesia. Le agradecí por colocar su mano en mi hombro. Él respondió que no había hecho nada, pero le agradecí por obedecer a Dios y al Hermano Branham.
Cuando terminaron las vacaciones y regresamos para la cirugía, me practicaron el examen de nuevo en la misma mañana de mi cita. El cirujano lo dispuso así para poder ver todo personalmente. Él entró y conversó con nosotros unos minutos, entonces dijo que no le parecía que necesitara hacer algo, pero que, si me volvía a sentir mal, lo llamara.
Dije: “Gloria a Dios y, sin ofender, espero que no tengamos que regresar. Fue un placer conocerlo Dr. Long”. Estrechamos su mano y nos marchamos. Somos personas afortunadas y privilegiadas.