Pocos años después de que naciera, mi papá conoció a un extraño que recién llegaba a nuestro pequeño pueblo de Texas. Desde el principio, papá quedó fascinado con este desconocido y, al poco tiempo, lo invitó a vivir con nuestra familia.
Al extraño lo aceptaron rápidamente y se mantuvo presente desde entonces. A medida que crecía, nunca cuestioné el lugar que ocupaba en mi familia. En mi mente joven, él tenía un lugar especial. Mis padres eran instructores complementarios: mamá me enseñó a diferenciar el bien del mal y papá me enseñó a obedecer. Pero el extraño... nos contaba historias. Podía mantenernos cautivados por horas con aventuras, misterios y comedias.
Siempre que quería saber algo de política, historia o ciencia, él tenía las respuestas sobre el pasado, entendía el presente y ¡hasta parecía capaz de predecir el futuro! Llevó a mi familia a ver el primer juego de pelota de las grandes ligas. Me hizo reír y llorar. El extraño nunca dejaba de hablar, pero a papá no le molestaba.
En ocasiones, mamá se levantaba silenciosamente —mientras todos los demás guardábamos silencio para escuchar lo que él decía— y se dirigía a la cocina en busca de paz y tranquilidad. Me pregunto si alguna vez oró para que el extraño se marchara.
Papá gobernaba en la casa con ciertas convicciones morales, pero el extraño nunca se sintió obligado a honrarlas. Las malas palabras no se permitían en nuestra casa… No las decíamos nosotros, nuestros amigos ni los visitantes. Sin embargo, nuestro antiguo huésped, se le escapaban unas palabras de cuatro letras que me lastimaban los oídos y hacían que papá se sintiera incómodo y mamá se sonrojara.
Mi papá no permitía consumir alcohol. No obstante, el extraño con frecuencia nos animaba a probarlo. Él lograba que los cigarrillos se vieran geniales; los cigarros, masculinos; y las pipas, distinguidas. A veces sus comentarios eran descarados o indecentes; pero, en general, eran vergonzosos. Ahora soy consciente de que mis primeros conceptos sobre las relaciones se vieron influenciados por el extraño. Una y otra vez, contradecía los valores de mis padres; aún así, raramente lo reprendía… Y NUNCA le pidieron que se marchara.
Han pasado más de cincuenta años desde que el extraño vino a vivir con nuestra familia. Nos hemos acostumbrado y ya no es tan fascinante como al principio. Aun así, si entran al estudio de mis padres, lo verán sentado en la esquina, esperando que alguien lo escuche hablar y lo mire dibujar sus escenas.
¿Cómo se llama?
¡Simplemente lo llamamos “Televisor”!
Ahora tiene esposa, se llama “Computadora”. Sus hijos son “iPad”, “iPhone” y “Android”.