23/06/2016
La mayor riqueza en la tierra

Parábola: narración breve con que se ilustra una enseñanza moral o una lección simple.

A continuación leerán una de las muchas parábolas del profeta que son tan significativas para todos nosotros:

Hace tiempo había unos… aquí en Indiana, había dos niños que se criaron en una granja. Y eran de lo más pobre que había, granjeritos. Y crecieron juntos. Y, un día, uno se casó. Unos días después, el otro se casó.

Y uno se fue a la ciudad, a vivir. Y había empezado a jugar a la bolsa de valores, se apartó de la Enseñanza de su infancia, se fue por el mal camino. Y jugaba a la bolsa enriqueciéndose más y más, hasta que finalmente llegó a ser un multimillonario. Se mudó a Chicago instalándose en una de las calles amplias y se construyó un palacio. Con su esposa visitaban los clubs nocturnos bebiendo cocteles y andando afuera toda la noche. Tenían mayordomos y demás, que les brindaban todo lo que querían. Y pensaron que se estaban dando la gran vida.

Pero un hombre que vive así no tiene paz. No halla paz un corazón agobiado. Un corazón pecaminoso no puede hallar paz. Si un hombre anhela beber y a eso llama “vida” pensando que lo está pasando muy bien, muestra su vacío. Miren a un hombre: gana un millón de dólares; él querrá dos. Miren a un hombre que vaya a una fiesta y se tome un trago, esta noche; él querrá otro. Miren a un hombre que le es infiel a su esposa una vez; lo volverá a hacer y viceversa. Vean, es algo y jamás quedará satisfecho. Pudiera tener en su mano un millón de dólares o diez millones; se acuesta todo embriagado; se despierta a la mañana siguiente turbado, con pesadillas, la mente agobiada. ¿Les parece eso paz? Eso no es paz.

Pero puede ser que un hombre no tenga ni siquiera una almohada donde apoyar la cabeza; puede ser que ni siquiera posea un par de zapatos decentes o no se pueda permitir una comida decente en su casa; pero, si Dios reina en su corazón, se acuesta feliz y se despierta feliz. Es una paz que perdura. Es algo que hace Dios.

Este individuo había olvidado esa Enseñanza. Se volvió un jugador. Llegó la temporada de Navidad. Él pensó en su amigo, así que le escribió una carta. Uno se llamaba Jim, el rico, y John era el pobre. Y le escribió una carta y le dijo: “John, desearía que vinieras a verme, por las Navidades. Me gustaría que nos encontráramos, volverte a hablar. Llevo muchos años sin verte”.

Él le respondió; dijo: “Me gustaría ir, Jim, pero no puedo ir. No tengo el dinero para ir”.

Llegó un cheque por correo, pasados unos días le dijo: “¡Ven!, de todas formas quiero que vengas”. Así que John se preparó, un muchacho del campo, se puso unos buenos overoles limpios y su sombrero de paja y un abrigo sencillo de otro color, y abordó el tren.

Y, cuando llegó allá, había un chofer sentado, esperándolo con una gran limosina. Él no sabía cómo actuar. Se subió a la limosina, con su sombreo en la mano, mirando el entorno. Llegó a un gran palacio en Chicago. 

Se bajó y se dirigió a la puerta y llamó con el timbre. Y salió un mayordomo, dijo: “Su tarjeta, por favor, señor”. Él no sabía a qué se refería. Le entregó su sombrero. Estaba… No sabía nada acerca de tarjetas de recepción. No tenía mucho de los bienes de este mundo. Le dijo: “Quiero su tarjeta”.

Él le dijo: “No sé de qué habla, señor”. Dijo: “Jim me pidió que viniera. Es lo único que sé”.

Así que este regresó y le avisó a su compañero, quien aún no se había levantado de la cama. Dijo: “Hay un hombre de apariencia extraña parado a la puerta”. Dijo: “Va vestido… Nunca he visto a nadie vestido como él. Y dijo que Jim lo envió”.

Él contestó: “Dile que pase”.

Se puso su bata de baño rápidamente, bajó hacia el vestíbulo al encuentro de su viejo amigo del campo y le estrechó la mano. Dijo: “John, ¡no sabes cuánto me alegra verte!”.

Y el pobre muchacho del campo, de pie, mirando el entorno en la sala, dijo: “Jim, realmente tienes mucho”.

Le dijo: “Quiero mostrarte el lugar”. Lo llevó al piso de arriba y a la galería; abrió la ventana.

Dijo: “¿Dónde está Marta?”.

“Oh” dijo, “todavía no ha llegado. Salió anoche”.

Dijo: “Ah, ¿cómo se están llevando?”.

Dijo: “¡Oh!, regular. John, ¿cómo se están llevando tú y Katie?”.

Dijo: “Muy bien”.

Dijo: “¡Oh!, ¿está en la casa?”.

Dijo: “Sí, tenemos siete niños”. Le dijo: “¿Ustedes tienen hijos?”.

Dijo: “No, Marta no quiso”. Dijo: “Le pareció mejor que no tuviéramos hijos; interfieren con la vida social”. “¿Sabes?”, (abrió las cortinas) dijo, “mira aquí”. Dijo: “¿Ves ese banco de allá?”.

Dijo: “Sí”.

Dijo: “Soy el presidente de ese banco”. Dijo: “¿Ves esa compañía ferroviaria?”.

“Sí”.

Dijo: “Tengo un valor de un millón de dólares en acciones allí”.

Y él miró allá abajo y vio los grandes jardines y todo, lo hermoso que lucía. Y el pobre John parado allí con su sombrero de paja en la mano, mirando el entorno. Dijo: “Qué bien, Jim. De verdad estoy agradecido de que lo has adquirido”. Dijo: “Katie y yo no tenemos mucho”. Dijo: “Seguimos viviendo en esa vieja casita de tejas de madera”. Y dijo: “No tenemos mucho, pero somos muy felices”.

En ese momento, un grupo de cantantes de villancicos, se escucharon sus voces:

Noche de paz, noche de amor,

Todo duerme en derredor;

Entre los astros que esparcen su luz

Bella anunciando al niñito Jesús

Jim se volvió y miró a John; John dirigió la mirada a Jim. Dijo: “John, quiero preguntarte algo”. Dijo: “¿Recuerdas cuando éramos niños y solíamos ir a esa vieja iglesita roja, allá lejos junto a la carretera, y escuchábamos aquellos coros del campo entonar esas canciones?”.

Dijo: “Sí”.

Dijo: “¿Sigues yendo allí?”.

Dijo: “Sí, aún soy miembro allí”. Dijo: “Ahora soy un diácono allí”. Dijo: “¿Qué de ti, Jim?”. Dijo: “Estabas hablando de lo que posees aquí abajo”. Dijo: “¿Cuánto posees allá Arriba?”.

Dijo: “Sí”.

“John, lo siento” dijo, “no poseo nada allá Arriba”. Dijo: “¿Recuerdas ese año, justo antes de Navidad, en que no teníamos zapatos?”. Y dijo: “Nos interesaba más conseguir pólvora para Navidad”. Y dijo: “Salimos e instalamos unas trampas caja, para atrapar conejos con que comprar pólvora para Navidad”. Dijo: “¿Recuerdas esa mañana en que había un conejo enorme en tu trampa?”.

John dijo: “Sí, la recuerdo”.

“Ibas a comprar pólvora. Y fuiste a comprarla; la compartiste conmigo”.

Él dijo: “Sí”.

Dijo: “John, compartiría contigo lo que sea que tenga. Pero hay algo que me gustaría que compartieras conmigo”. Dijo: “Daría todo lo que poseo si pudiera caminar nuevamente por ese sendero desgastado y polvoriento, descalzo, hacia esa vieja iglesita y sentir esa Presencia del Dios viviente, cuando ese coro cantaba, cuando predicaba ese predicador del campo chapado a la antigua”. Dijo: “Daría lo que fuera. Daría todo lo que poseo, cada acción del ferrocarril y todos los valores del banco, esta casa, y todo, si pudiera regresar y tener esa paz bendita que sentía cuando recorría ese viejo camino”.

El buen John lo abrazó. Dijo: “Había tres reyes magos, hombres ricos, que una vez fueron y dejaron todo a los pies de Jesús, cuando Él era Bebé”, y dijo: “Recibieron perdón por su pecado”. Dijo: “Yo, aunque yo… Me parece que eres asombroso, Jim, por los logros con los que has sido bendecido, todas estas cosas. Pero yo prefiero a mi esposa y mis hijos viviendo allá, durmiendo en colchones de paja, con la paz que hay en mi corazón, que tener todas tus riquezas, Jim, que pudieras tener”.

Y así es, amigos. La riqueza no se mide en dólares. La riqueza no se mide por grandes nombres y popularidad. La riqueza es cuando el Reino de Dios ha entrado al corazón humano, ha cambiado sus emociones y lo ha hecho una nueva criatura en Cristo Jesús; y le da vida Eterna. Eso es lo más rico de la tierra.

La unión de un Dios en la única Iglesia, 58-1221E

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