Un poco de historia:
En todas las edades, la persecución a los santos de Dios nunca fue tan terrible como la de mediados del siglo XVII. La reforma se extendía por toda Europa y la vid verdadera luchaba por liberarse de la opresión asfixiante de la autoridad papal. La iglesia católica desató su furia contra cualquiera que osara oponerse. Pero aun en medio de semejante horror y mortandad, ¡Dios tenía héroes!
Uno de esos héroes fue Josué Gianavel (Janavel) (1617-1690), quien, en su primera etapa de adultez, fue principalmente un granjero próspero que vivía en la región de Rorá, ubicada en el noroeste de Italia, limítrofe con Francia y Suiza.
A los 38 años, Gianavel se sublevó contra las operaciones militares del Duque de Saboya (Carlos Manuel II), las cuales iban dirigidas a la región de Pianezza con un solo propósito: erradicar del todo el protestantismo. Los inquisidores despiadados rodearon aldeas y pueblos pequeños, donde quemaron las iglesias y mataron a todos los que rehusaron abandonar su fe.
Durante los siguientes 35 años, en el territorio que conforma la frontera entre Italia y Francia, el León de Rorá combatió la tiranía papal. Gianavel encabezó la resistencia para contrarrestar el avance de varios duques de la región de Saboya. A menudo lo llevaba a cabo guiando grupos de hombres a la batalla, donde casi siempre los superaban en número y enfrentaban adversidades insuperables contra el ejército más poderoso de Europa. Aun en las últimas etapas de su vida, cuando la edad y las cicatrices lo aquejaban, el Capitán de los Valles desempeñó un papel prominente de organizador, trazando órdenes, un rol muy parecido al de general, en el que dirigió los grupos insurgentes que se habían formado para luchar contra los católicos romanos.
El siguiente fragmento de El libro los mártires, de Foxe, cuenta cómo este héroe del siglo XVII conservó su testimonio, aun cuando amenazaban de muerte a sus seres más queridos. El escenario se sitúa en el noroeste de Italia, a mediados del año 1650, durante la edad de la iglesia de Sardis. Gianavel acababa de rehusar la propuesta del marqués de unirse al movimiento católico romano.
Obtendréis vuestra petición, porque las tropas enviadas contra vosotros tienen estrictas órdenes de saquear, quemar y matar.
PIANESSA
Entonces los tres ejércitos recibieron orden de avanzar, y los ataques fueron dispuestos de esta manera: el primero por las rocas de Vilario; el segundo por el paso de Bagnol; y el tercero por el desfiladero de Lucerna.
Las tropas se abrieron camino por la superioridad de sus números, y habiendo ganado las rocas, el paso y el desfiladero, comenzaron a cometer las más terribles tropelías y las mayores crueldades. (Foxe procede a detallar las matanzas). Ciento veintiséis habitantes sufrieron de esta forma en el primer día que ocuparon el pueblo.
En conformidad a las órdenes del marqués de Pianessa, también saquearon las posesiones y quemaron las casas de los habitantes. Pero varios protestantes consiguieron huir, conducidos por el capitán Gianavel, cuya mujer e hijos, desgraciadamente, cayeron prisioneros, y fueron llevados bajo fuerte custodia a Turín.
El marqués de Pianessa escribió una carta al capitán Gianavel, liberando a un preso protestante para que se la llevara. El contenido era que si el capitán abrazaba la religión católica romana, sería indemnizado por todas sus pérdidas desde el comienzo de la guerra; que su mujer e hijos serían inmediatamente liberados, y que él mismo sería honrosamente ascendido en el ejército del duque de Saboya. Pero que si rehusaba acceder a las proposiciones que se le hacían, su mujer e hijos serían muertos, y que se ofrecería una recompensa tan enorme por su entrega, vivo o muerto, que incluso algunos de sus más ínfimos amigos se sentirían tentados de traicionarle, por la enormidad de la suma.
A esta epístola el valiente Gianavel envió la siguiente respuesta:
Mi señor el Marqués:
No hay tormento tan grande ni muerte tan cruel que me hicieran preferir abjurar de mi religión; de manera que las promesas pierden su efectividad, y las amenazas tan sólo me fortalecen en mi fe.
Con respecto a mi mujer e hijos, mi señor, nada puede afligirme tanto como el pensamiento de su encierro, ni nada puede ser terrible para mi imaginación que pensar en que van a sufrir una muerte violenta y cruel. Siento agudamente todas las flemas sensaciones de un marido y un padre; mi corazón está lleno de todos los sentimientos humanos; sufriría cualesquiera tormentos para rescatarlos del peligro; moriría para preservarlos.
Pero habiendo dicho todo esto, mi señor, os aseguro que la compra de sus vidas no puede ser al precio de mi salvación. Cierto es que los tenéis en vuestro poder; pero mi consuelo es que vuestro poder es sólo una autoridad temporal sobre sus cuerpos; podéis destruir la parte mortal, pero sus almas inmortales están más allá de vuestro alcance, y vivirán en el más allá para dar testimonio contra vos por vuestras crueldades. Por esto, los encomiendo a ellos, así como a mí mismo, a Dios, y oro por que vuestro corazón sea transformado.
JOSUE GIAVANEL
A la mañana siguiente, quemaron vivas en Turín, Italia, a Ángela Gianavel y a sus tres hijas. Pero esto no logró el efecto desmoralizador que Pianessa y los inquisidores esperaban.
En compañía de sus seguidores, este valeroso oficial protestante se retiró a los Alpes tras escribir la anterior carta y, sumándose a su causa un gran número de otros protestantes fugitivos, hostigó al enemigo con pequeños enfrentamientos constantes.
El ejército que Gianavel combatió era feroz, pero hoy los héroes de Dios afrontan una amenaza mayor y libran una batalla más poderosa. El diablo merodea como león rugiente, pues sabe que ya le espera su fin. Aunque quizás no nos alcemos en armas físicamente, como Gianavel, esto nos enseña que hoy en día podemos permanecer firmes con la Espada de la Palabra, el escudo de la salvación y la coraza de justicia como los héroes de Dios actuales.
Las vidas de los grandes hombres nos hacen recordar
Que podemos hacer sublimes las nuestras,
Y al partir, dejar detrás de nosotros
Huellas, en las arenas del tiempo.
Algún día, sentado por allá en esas colinas celestiales de la Gloria, donde el sol jamás se pondrá sobre esa Ciudad, donde los santos ya están gritando, esos héroes veteranos de la Fe, mirando atrás allá abajo a esos lugares y viendo nuestro camino hecho de Gloria. Yo quiero sentarme con ellos, y ver que he levantado mi rostro al aire y confiado en Dios, y continué caminando en el tiempo de la tormenta. ¡Oh, vaya!
El Libro de la Vida del Cordero (56-0603)