28/06/2017
Abrid paso a la libertad

El 9 de julio de 1386, un regimiento austriaco de Habsburgo se formó en ataque contra las tropas de los confederados suizos, a las afueras de la ciudad lacustre de Sempach. Esta compañía rudimentaria suiza, conformada por montañeses y campesinos, estaba luchando por lo que más amaba en el mundo. Marchando en dirección norte, encontraron al enemigo a medio día y así comenzaría la batalla de Sempach.

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Los montañeses suizos se vieron superados en número y sus armas eran inferiores. Las lanzas austriacas (también conocidas como picas) eran considerablemente más largas que las cortas lanzas de los suizos. Por esto les resultó imposible combatir eficazmente a los austriacos y romper sus filas.

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Los soldados austriacos se posicionaron hombro a hombro, cada uno extendiendo una amplia pica en frente cuya punta sobresalía a lo lejos. Sobra decir que la situación era desfavorable para los suizos y que el panorama era desolador. Por un momento, su causa parecía perdida.

Un campesino suizo en particular, llamado Arnold von Winkelried, se dio cuenta de que toda esperanza se desvanecería si no actuaban. Mientras observaba las lanzas puntiagudas de los austriacos, comprendió que sus compañeros no podrían ganar a menos que se abrieran paso entre las defensas austriacas. Se decidió a lograrlo, aunque le costara la vida.

Durante una interrupción en el combate, los suizos se reagruparon a la sombra de los árboles, cerca del campo de batalla. Los heridos intercambiaron las armas defectuosas y los líderes se reunieron para planear su próxima maniobra. Uno de los comandantes se dirigió a los soldados con la esperanza de alentar a los campesinos: 

"Nuestros mejores hombres han muerto y aun así no hemos logrado romper las líneas enemigas: con desánimo no enfrentaremos a los austriacos. Necesitamos fuerzas de violencia muy sólidas, y el coraje sereno de los más valientes de nosotros, y debemos cambiar la táctica de batalla: nosotros atacamos en cuadro, no es fácil rodear al enemigo en pleno combate, ¡que nosotros como líderes posicionamos en primera fila!".

Todas las miradas se posaron en un joven que se acercó, pero que no pronunció ni una palabra; era Arnold von Winkelried. Al principio, vaciló, pero luego dio un paso adelante con determinación y dijo: “Denme una brazada de lanzas; las sujetaré a las fuerzas de violencia y les abriré una brecha hacia el enemigo”. Luego de esas breves palabras, reunió a la tropa a su alrededor y les pidió en tono triste: “Amigos míos, cuando regresen a casa victoriosos, cuiden a mi esposa y mis queridos hijos”.

“¡Abrid paso a libertad!”, exclamó;
Luego corrió, extendiendo bien sus brazos,
Como si a su mejor amigo fuera a abrazar;
De diez lanzas con fuerza se asió;
“¡Abrid paso a libertad!”, exclamó;
De lado a lado sus puntas afiladas se juntaron;
Se inclinó entre ellas como un árbol,
Y así abrió paso a la libertad.

Tras la embestida heroica y la batalla que siguió, 1500 austriacos, incluidos 400 de sus caballeros nobles, y 200 suizos cubrían el suelo. Los suizos llevaron a sus muertos a Lucerna, donde sepultaron a sus fieles compañeros.

Este acto de heroísmo se ha mencionado por siglos posteriores. Conquistadores como Napoleón se inspiraron en el acto libre de egoísmo de Winkelried. Autores, poetas y reyes han escrito al respecto durante generaciones. Hoy, monumentos en calles y plazas por toda Suiza rinden homenaje a esta proeza sin egoísmo que salvó a la nación. Casi 700 años después del asalto heroico de Winkelried, el profeta de Dios rindió este tributo al héroe suizo y a otro Héroe, que supera a todos:

Y gritó, arrojó su arma y dijo: “Abrid paso a la libertad”. Y se dirigió a aquel ejército. Y avanzó directamente hacia las lanzas más gruesas. Y cuando llegó hasta donde estaban, cientos de lanzas brillantes que lo detendrían mientras avanzaba, alzó las manos y dijo: “Abrid paso a la libertad”. Y echó mano de grandes brazadas de aquellas lanzas y las atrajo a su pecho. Y cada uno de los soldados suizos lo siguió. Rompió las filas del enemigo y ganaron una victoria como nunca antes se había ganado.

Y hoy uno menciona su nombre en Suiza y se les tiñen los ojos de lágrimas y se les enrojece el rostro. Ese fue uno de los héroes más grandiosos en mi opinión, que han pasado por la vida militar. Pero eso solo es algo insignificante, algo insignificante. Un día los hijos de Adán estaban derrotados; la ley, los profetas y todo había fallado. Todos los intentos que habíamos hecho habían fracasado por completo. Y allá en la gloria, hubo Alguien que se presentó, llamado el Hijo de Dios. Y los Ángeles dijeron: “¿Qué harás?”.

Él dijo: “Bajaré y daré Mi vida. Y hoy redimiré a los hijos caídos de Adán”.

Y Él fue al Calvario. Fue al mayor grosor de las lanzas. Cruzó el valle de sombra de muerte y tomó cada dardo del diablo y lo clavó en Su propio pecho, y clamó para que la Iglesia tomara lo que recibió e hiciera lo mejor posible. ¡Gloria a Dios! En el día de Pentecostés un viento recio descendió de arriba en los cielos y equipó a cada hombre con un arma.

El Jubileo de Azusa, (56-0916)

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