Soy una de ocho hermanos que nacieron en una familia asolada por la pobreza. Mi papá trabajaba arduamente, era de temperamento fuerte. Él trabajaba, pero despilfarraba el dinero y en muchas ocasiones no cumplía ni siquiera con lo estrictamente necesario. No asistimos a la escuela, sino que permanecimos en casa, donde tampoco recibimos educación. Vivíamos muy aislados. Hasta donde puedo recordar, durante nuestra niñez, mi papá nos golpeaba a nosotros y a mamá. Ella, con toda la razón, se mantenía deprimida y retraída.
Llegó el día en que mi cabello se encontraba en tal estado que se había enmarañado y entiesado, adhiriéndose completamente a mi cabeza. Con mis hermanos rebuscábamos en los contenedores de basura y los niños del vecindario nos daban apodos humillantes. Solía sentir pena por mi mamá y rabia hacía mi papá. Antes de entrar a la adolescencia, ya me encontraba en la senda que, sin duda, me guiaría a la destrucción.
Una noche, estando de visita en la casa de un familiar, ingerí una sobredosis de medicamentos para dormirme para siempre. Me tomé todas las píldoras de un frasco, junto con una botella de un jarabe para la tos que producía somnolencia. Uno de mis hermanos me encontró en el suelo, y me llevaron al hospital, donde me sometieron a un lavado gástrico. Estuve internada en dos hospitales psiquiátricos y entonces escapé de casa. Al final, me separaron de mi familia para llevarme a un hogar para menores. Perdí a todas las personas que había conocido en mi vida.
Esa situación alimentó más el sentimiento de que yo no valía nada. Había sobrepasado los límites del enojo. No quería vivir, pues ya sabía que enfrentar la vida era demasiado difícil. Un factor muy desfavorable era que mi padre era muy religioso; podía recitar la Biblia de principio a fin. Eso causó que me enojara con Dios. Retenía mucho rencor y creí plenamente que Dios debía odiarme tanto que permitió que esas desgracias nos ocurrieran a mamá, a mis hermanos y a mí. Pensaba que todos los hombres que afirmaban ser Cristianos eran dominantes con sus esposas y las golpeaban. Entonces, decidí creer que Dios no existía en absoluto.
Estaba sufriendo demasiado y descubrí rápidamente que la única vía de escape era el pecado. Cuando acababa de cumplir 20 años, me casé con un hombre que tenía un carácter muy similar al de mi padre. El matrimonio duro poco y luego me divorcié.
A partir de ese momento, viví en pecado. Seguí auto medicándome desde los veinte años hasta los treinta... Todo lo que intenté fue en vano, pues ya nada tenía sentido. Comencé a considerarme seriamente un caso perdido. Aún no lograba olvidar ese sentimiento todos esos años de mi niñez y mi adolescencia, como alguien que nadie amaba. Ahora todo había quedado sumido en años de consumo de drogas y malas decisiones. Pensaba que la única persona en la que podía confiar era yo, una inútil. Me veía desamparada, en una vida que ya no tenía sentido. Vivía en una carpa y comencé a sufrir de depresión severa. No tengo las palabras para describir lo cerca que viví de la muerte.
Fue entonces cuando Dios comenzó a lidiar conmigo. Me hubiera gustado decir que me rendí en seguida, pero, al contrario, hui. Un día, me encontraba muy afligida y llorando y clamé: “¡¿Por qué no puedo ser feliz?!”. Entonces, tan cierto como estoy escribiendo esto, sentí que algo en mi interior dijo: “Tú jamás serás feliz viviendo de esa manera porque yo no te creé para que vivieras así”. No fue una voz audible, pero era una voz. No puedo explicarlo; sin embargo, sigue siendo tan real para mí como en ese entonces. SUPE que era Dios.
Por primera vez en mi vida, me di cuenta de lo inmundos que eran mis pecados y que necesitaba urgentemente a Dios, y comprendí que Él no se asemejaba en lo más mínimo al Dios que imaginé mientras crecía y que más adelante negué. Aún no Lo entendía a Él; pero sabía que Lo necesitaba, más de lo que he necesitado a alguien o algo en toda mi vida.
No sabía qué hacer. Me sentía turbada e intenté negociar con Dios; era muy difícil renunciar al control. Él siguió lidiando conmigo. Años atrás, mi papá me había dicho que Dios no escuchaba mis oraciones, así que le creí y dejé de orar cuando era adolescente. Le dije a Dios que me abstendría de pecar, pero que no sería una hipócrita al asistir a la iglesia. Dios tenía otros planes para mí.
Una de mis hermanas menores iba a estar presente en el funeral de un miembro de su iglesia, así que la llevé. Me quedé en la parte de atrás de la funeraria con los brazos cruzados. Observé que todas tenían falda y cabello largo, por lo que supuse que todos me estaban juzgando. El diablo de verdad estaba luchando por quedarse con mi alma.
Me paré allí, casi convencida de que había sido una mala idea venir, cuando un hombre que estaba parado a mí lado se corrió para dejar pasar a alguien y me dijo: “Discúlpeme, hermana”. Parecía que ni siquiera se fijó en que mi cabello apenas tenía unos centímetros de largo ni en que estaba usando pantalones y maquillaje. La amabilidad que me demostró me hizo reconocer que en él había algo que yo quería. Él tenía el amor de Dios en su corazón.
Eso me conmovió tanto que me quedé a escuchar el sermón del predicador. Lo que dijo fue duro, pero yo sentía que era la verdad. Con mi hermana asistí a la iglesia durante unas semanas. Pensé: “Está bien, iré, pero no creo que a Dios le interese como me vista; por tanto, voy usar pantalones”. Y eso fue lo que hice. En esa época, ni siquiera tenía una falda.
Un día, el predicador habló sobre “el castigo de nuestra paz”. Parecía que sus palabras iban dirigidas a mí. Cuando él hizo el llamado al altar, me precipité hacia al altar; se sintió como si algo me hubiera cargado hasta allá. Lloré y lloré; pero esta vez era muy diferente a las otras ocasiones en que había llorado. Le estaba rindiendo todo a Dios. Cuando me levanté del altar, era una mujer diferente. Estaba impaciente por regresar a casa a deshacerme de todos los pantalones.
Regresé a casa y saqué todo lo que, hasta donde sabía, desagradaba al Señor. Deshacerme de todas esas cosas me llenó de felicidad. Ese lunes, cuando fui al trabajo, mi jefe me preguntó si había consumido drogas. Por primera vez en muchos años, no lo había hecho. Él me dijo que había perdido mi esplendor y que me veía apagada sin usar maquillaje y sin el cabello parado. Me preguntó que quién me había dicho que estaba errado pararme el cabello. Le contesté que nadie, sino que simplemente sentía que estaba errado. Él se rio de mí. A pesar de eso, yo estaba feliz; ni siquiera me importó lo que él pensara. Me retiré de su oficina y oré por él.
A la hora del almuerzo, me sentaba en mi automóvil a esperar que la gente saliera de la tienda. Entonces, les ayudaba a regresar el carrito solo para poder decirles: “Dios los bendiga”. Quería contarle a todo el mundo sobre lo que el Señor había hecho por mí. Me entristecía que la gente no conociera a Dios.
Han pasado tres años, en los que he librado muchas batallas; en algunas salí victoriosa y en otras no. Cada una me enseñó que debo confiar en Dios. Guardaba mucho rencor por la crianza que recibí; pero ahora veo la obra de Dios a lo largo de toda mi vida. Mucho de lo que no comprendía fue lo que me guio al lugar correcto. Aprendí todo lo contrario de lo que daba por hecho antes de conocerlo a Él. No soy la única persona en que puedo confiar. Cuando lo hago por mi cuenta, resulta un fracaso; pero cuando me apoyó en Él, experimento una sensación de paz completamente nueva.
¡El mundo no tiene absolutamente nada que ofrecerme! Allá afuera solo existe sufrimiento y dolor; pero en Él hallo la paz que ninguna droga podría dar. Diariamente me maravillo del amor que Él me demuestra, a pesar de ser tan indigna. Cuando veo lo poderosos que son muchos de los espíritus que me tenían atada, me doy cuenta de que únicamente pudo ser Su sublime gracia la que me liberó. Le doy gracias al Señor por salvar mi alma y revelarme quién es el Elías de esta edad. Es tan hermoso como dice el canto: “¡Él sabía quién era yo y aun así me amó!”.
Anónimo