22/06/2016
La Voz apacible y delicada

Lo que fallamos en reconocer es que debemos escuchar esa Voz apacible y delicada que nos habla; luego envolvernos con Su justicia y salir diciendo: “Señor Dios, ¿me hablaste a mí? ¿Te referías a mí, oh, Señor? Heme aquí esta noche; estoy enfermo; tengo necesidad. ¡Oh!, si tan solo hubiera podido pararme en el Monte Carmelo y ver a Elías, tras todo el ayuno y la oración, hacer descender fuego del Cielo, hacer descender una señal del Cielo, y probar que Tú aún eras Dios, el Dios que estuvo con los jóvenes hebreos en el horno de fuego. El Dios que estuvo con Moisés en la zarza ardiente, ese mismo Dios estuvo allí en el Monte Carmelo. Sí pudiera verte hacer eso o lo que hiciste cuando te manifestante en carne aquí en la tierra, Te adoraría con todo mi corazón”. Entonces, cuando hagan eso, escucharán a Dios hablándoles.

¿Qué oyes, Elías? (59-0412E)

Luego de pasar gran parte del invierno dentro de la casa, nuestra familia esperaba con ansias la primavera para poder salir a disfrutar el sol y el clima cálido. Por lo general, cuando el clima es agradable, lo aprovechamos organizando actividades al aire libre; pero, ese día, decidimos disfrutarlo desde el porche. Sacamos algunas sillas y estábamos pasándolo muy bien en familia. Nuestro hijo menor, de dos años, alegremente sacó sus juguetes uno por uno del sótano y los dejó donde estábamos sentados, ¡para divertirse también!

En uno de sus últimos recorridos al sótano, le comenté algo cuando ya había entrado a la casa, por lo que se detuvo y procedió a regresar. En ese momento, lo escuchamos gritar de dolor, así que corrimos a averiguar qué pasaba. En cuanto abrí la puerta, liberé el dedo que le había pillado la pesada contrapuerta. El mecanismo que evita que la puerta se cierre de golpe se había averiado hacía un mes y nos dimos cuenta de que el dedito de nuestro hijo había quedado completamente atrapado entre la puerta y el marco. En seguida lo abracé y noté que el golpe le había dejado un corte profundo. Como no dejaba de sangrar, se lo llevé a mi esposa y fui a buscar algo para cubrir la herida. De camino a la cocina, algo me dijo que orara por él. Supongo que, por la preocupación y mi afán de detener el sangrado, no lo hice.

Pasaron unos quince minutos y aún seguíamos consolándolo. Mi esposa lo sostuvo en sus brazos y ofreció una breve oración mientras él lloraba. Nuestro hijo mayor, de 12 años, también estaba allí, intentando calmar a su hermanito; pero fue en vano. Cuando finalmente lo sentamos, nos percatamos de que teníamos que llevarlo al hospital o a un centro de urgencias para que le sacaran una radiografía y, seguramente, suturaran la herida. De nuevo, algo me dijo que orara por él; pero por alguna razón pensé que, como mi esposa ya había orado, todo saldría bien. Cada vez que intentábamos rozar su mano, le dolía tanto que gritaba y además su mano empezó a temblar del dolor. Se notaba que la herida era muy profunda y hasta me estaba imaginado que el dedo había quedado casi amputado o que por lo menos se había fracturado. Él es nuestro tercer hijo; por tanto, hemos aprendido a distinguir cuando un accidente semejante necesita atención profesional. Esta era una de esas ocasiones.

Entonces, decidimos llevarlo a un centro de urgencias o al hospital, por lo que todos se apresuraron a alistarse. Él siguió llorando y se me acercó para que lo consolara. Lo cargué en mis brazos y cuando le pregunté si quería que papá orara por él, asintió. Recostó la cabeza en mi pecho y le pedí al Señor que aplacara el dolor y sanara su dedo; en mi corazón, reconocí que Dios era el único que podía sanarlo y calmar el dolor. Luego dijimos: “Amén”.

Cuando lo dejé en el suelo, seguía llorando; pero, en menos de un minuto, salimos para llevarlo al doctor y de repente dejó de llorar. Él nos miró y comentó con una pequeña sonrisa: “Papá, quiero lanzar la pelota de béisbol”. Mi hijo mayor y mi esposa intercambiaron miradas, luego volvieron la mirada hacia mí y yo hacia ellos. Todos teníamos la misma expresión, como si nos preguntáramos: “¿Qué pasó?”.

Entonces le pregunté si le dolía el dedo y él respondió: “No, papá oró. ¿Puedo ir a lanzar la pelota de béisbol?”. Así que le entregué una pelota y él la arrojó como si nada hubiera pasado. Le lancé la pelota varias veces para asegurarme de que estaba bien y él actuó normalmente. Empecé a llorar y alabar al Señor, ¡pues era un testimonio verdadero del poder que tiene el Señor para sanar instantáneamente! 

Nunca volvió a llorar o quejarse al respecto. Ya ha pasado más de un mes y medio, y aún queda un vestigio de la herida, que ya se ha sanado casi por completo. Siempre que veo la cicatriz, recuerdo que no debo ignorar esa Voz apacible y delicada que habla a mi corazón.

La escuché en dos ocasiones y no le presté atención, pero la tercera vez, Él se aseguró de que la escuchara y obedeciera. ¡Gloria al Señor Jesús!

¡Un hermano bendecido en Cristo!