Mi esposa quedó embarazada cuando aún estábamos en Gabón, África. Poco después, antes de ir a Estados Unidos, emprendimos un viaje de casi 10 días a África Oriental. En la tarde del 25 de agosto, unas horas antes de abordar el avión que nos llevaría a nuestro destino, le hicieron una ecografía a mi esposa en un hospital de Kigali, Ruanda. El médico nos informó que tendríamos una niña; además, comentó que no logró identificar el sexo del bebé, pero que en esa etapa del embarazo es evidente cuando es un niño. Debido a la posición del bebé, él concluyó que era una niña. Sin duda, me alegré mucho; pues, desde un principio le había dicho a mi esposa que deseaba que Dios me diera una niña. En ese momento, planeé llamarla “Elizabeth”.
Al día siguiente llegamos a Estados Unidos y, unos días después, fuimos al hospital a comenzar los controles prenatales. Nos citaron en numerosas ocasiones y le realizaron varias ecografías a mi esposa. Pensábamos que era un procedimiento completamente normal. Recuerdo que un hermano y su esposa nos preguntaron por qué le hacían tantas ecografías, y les respondimos que solo seguíamos las instrucciones de los médicos. Fue en el trágico 31 de octubre, mientras asistíamos por enésima vez a una cita en el hospital, cuando la enfermera nos preguntó: “¿Saben por qué los hemos sometido a ecográficas tan frecuentemente?”. Le contesté que no sabía y que si lo podía explicar; ella respondió: “Su bebé adolece de una malformación genital; por tanto, el bebé no es niño ni niña, sino ambos”. Mi esposa rompió en llanto mientras yo aún intentaba comprenderlo.
La fecha prevista del parto se acercaba, así que programaron la siguiente ecografía para el 26 de noviembre, a fin de averiguar si había ocurrido algún cambio. Luego, le pedí a la enfermera que nos mostrara los videos de las últimas ecografías. Ella llamó a un médico y él vino a mostrarlos. Al ver la tristeza de mi esposa, solicité que le realizaran otra ecografía antes del 26, preferiblemente lo antes posible. Así que la programaron para el 6 de noviembre; ese día, había por lo menos tres médicos en la habitación, quienes nos mostraron en la pantalla la anomalía.
Ellos propusieron contactarnos con asociaciones que ayudan a esta clase de niños e intentaron consolarnos, diciendo: “Son niños normales que van a la escuela como los demás y son buenos estudiantes”; y nos explicaron que recibiríamos el apoyo necesario y que teníamos suerte de enfrentar esta situación en Estados Unidos. Yo contundentemente les dije que NO y que me rehusaba a contactar a la gente que mencionaron, pues el bebé que esperábamos era una niña a pesar de tal diagnóstico.
Ese día, cuando salí de la oficina del médico, llamé a un hermano y le dije que necesitaba contactarme con el Hermano Joseph Branham (para pedirle oración). El hermano me dijo que podía llamar a Jeffersonville y dejar un mensaje con mi petición en el buzón de voz.
Fue una etapa muy difícil; siempre orábamos en la mañana y en la noche y constantemente escuchábamos al profeta. Me llamaron al hospital, donde los médicos me dijeron que querían realizarle unos exámenes a mi esposa; le introducirían una ajuga en el vientre para extraer líquido amniótico y luego analizarlo, para saber qué causó la malformación. Les pregunté si este examen solucionaría el problema y respondieron que no; solo querían investigar. No permití que le realizaran este examen a mi esposa.
Unos días después, me llamaron para hablar con un pediatra; dijeron que él supervisaría a mi bebé cuando naciera. Mi esposa y yo nos reunimos con él; durante la reunión, nos explicó que también era cirujano y trataba estos casos y nos dijo que, con nuestro consentimiento, operaría al bebé cuando naciera.
Si queríamos que el bebé fuera niña, quitaría los órganos masculinos y si queríamos que fuera niño, haría lo contrario. También comentó que probablemente la anomalía la causó un problema hormonal y cuando el bebé naciera, extraería una muestra de sangre para analizarla; si resultaba ser un problema hormonal, el bebé tendría que tomar medicamentos diariamente por el resto de su vida para poder vivir.
En cada cita, me sentía presionado por los médicos, así que le contesté al cirujano: “Doctor, agradezco todas sus propuestas; pero quiero que sepa que no operaran a mi bebé, pues esperamos una niña y le di el nombre Elizabeth. Soy Cristiano y creo en el Señor Jesucristo; además, creo con todo mi corazón que Él solucionará el problema de mi bebé”. Entonces salimos de su oficina y planeamos reunirnos de nuevo hasta el día previsto del parto, el 7 de enero del 2015.