En mi infancia, dedicaba una gran parte de mi tiempo libre a leer y escuchar la Palabra de Dios, la cual a su vez me guiaba a la oración, la comunión más dulce que he tenido con Él. Aún no había llegado a la adolescencia, pero recuerdo claramente la fortaleza que sentía después de esos momentos que pasaba en Su presencia: podía conquistar todo el mundo y todo el mal que allí existiera.
Cuanto más crecía, más me apresaba el ajetreo de la vida y, en menos de nada, me dominó y tomó las riendas de mi vida. Perdí el control, despojé a Dios de esa posición solemne. Entonces olvidé la importancia de la oración. Tenía tantos quehaceres y tan poco tiempo para encargarme de ellos. Hallar un momento en mi agenda tan apretada se dificultaba más a diario. Me preocupaba por asuntos que consideraba necesarios y posponía la oración hasta que pudiera desocuparme un poco.
La verdad es que nunca me desocupé. Si me preguntan, ando más ocupada hoy que cuando estaba creciendo. Parece aterradora la idea de un cuarto de siglo; esa es la edad que estoy por cumplir, el 27 de agosto. Y al pensar en lo que he logrado en las dos décadas que he vivido en la tierra, da vergüenza. Y aun así mi relación con Dios se ha debilitado tanto que a duras penas puedo decir que sigo siendo Cristiana. Así que la pregunta es: ¿qué he hecho en todo este tiempo?
Nos criaron con tantas normas sociales, las cuales cambian con el tiempo, y tenemos que adaptarnos a ellas. Hacemos cosas solo porque todo el mundo las hace y, si me preguntan la razón de casi todo lo que he intentado hasta el momento (o fracasado en el intento), puedo responderles con seguridad que fue porque una u otra persona lo esperaban de mí. Es como si la humanidad estuviera programada genéticamente para encajar y por lo tanto haremos todo a nuestro alcance, y hasta más, para encajar y ser aceptados como personas normales.
Al reflexionar en el pasado de mi vida, me doy cuenta de que tenía muchos sueños cuando era menor y se sentían tan reales como para tocarlos. Todo era posible y los sueños estaban a mi alcance. Mi relación con Dios también era excelente; lo sentía a mi lado dondequiera que fuera; no creía que podía pasar un día sin que Él me guiara. En verdad trato de recuperar esa conexión de vez en cuando, pero no dura lo suficiente; me pierdo en la corriente de la vida. Las horas que pasaba en Su presencia se redujeron a minutos, luego a segundos y luego a prácticamente nada. Cuanto más ocupaba estaba, más me alejaba de Dios; después de todo, Él es fiel, misericordioso y comprensivo. Siempre pensé que en cuanto terminara los asuntos de este mundo, podría apartar un momento para estar con Él, pero con el pasar de los días resultó imposible.
Al amanecer —¡oh, no!— el tiempo parecía correr en contra de mí. Al anochecer, aparecían compromisos que cumplir en otros aspectos de mi vida, además de mis ocupaciones profesionales. Cuando terminaba, estaba exhausta y solo me quedaban entre dos y cinco horas de sueño. Luego mis metas comenzaron a escaparse de mí. Mis sueños se transformaron en deseos imposibles y lo único que podía hacer era entregar mi vida al azar, con la esperanza de que las cosas resultaran mágicamente. Todo ese tiempo, estaba muy ocupada para orar.
Entonces caí en cuenta: nada causa una mayor desconexión entre el hombre y Dios que la falta de oración. Es una señal de orgullo y una confesión involuntaria de que no lo necesitamos. Cuando tocamos fondo, nos damos cuenta de que no podemos continuar sin Él. Esta es una lección que aprendí a las malas y estoy dispuesta a compartirla con todos ustedes. Oren, lean Su Palabra. Entréguenle el control de su vida y todo lo demás resultará a medida que Él los guía en la jornada de su vida.
Shalom,
La Hermana Halimah
Kenia