Cuando visitaba a mis padres el fin de semana, decidí salir a trotar por una carretera de dos carriles. Normalmente corro media hora en una dirección, me volteo y regreso. Había recorrido menos de un kilómetro, cuando oí un sonido que provenía de un montón de maleza al lado de la carretera; se escuchaba como un perro afligido o dolorido. Concluí que se trataba de un perro que habían atropellado y que estaba agonizando en la hierba. Me inquieté un poco al pensar en eso, pero seguí corriendo, suponiendo que de todas formas no podía hacer nada, ya que seguramente el perro estaba agonizando.
Luego de correr otros cinco kilómetros, di la vuelta para dirigirme a la casa de mis padres. Mientras regresaba, volví a recordar el perro. Me pesó no haber intentado ayudarlo. No podía dejar de pensar en él y me preguntaba si seguiría vivo cuando llegara al lugar donde lo escuché. Traté de olvidarlo, pensando: “Ese perro probablemente ya está muerto”.
Cuanto más me acercaba, más pensaba en él. Finalmente me acerqué lo suficiente y pude oír los quejidos de dolor del perro. ¡Seguía vivo! Esta vez, estaba decidido a no pasarlo por alto sin revisar su condición. Atravesé la maleza que crecía al lado de la carretera y lo que encontré me sorprendió. Detrás de los matorrales había una fosa séptica de concreto. La cubierta endeble de metal corrugado se había corrido de la superficie de la fosa y el sonido que se escuchaba provenía de adentro. Me asomé cuidadosamente y vi la escena más lamentable: un perro había quedado atrapado dentro de la fosa y trataba de salir desesperadamente. Se resbalaba porque las paredes eran demasiado empinadas. Las aguas residuales le cubrían la cabeza y sus patas sangraban de lo mucho que intentaba trepar. La superficie del agua estaba literalmente llena de gusanos vivos. Cuando el perro me vio, se atemorizó y casi se hunde en la suciedad. Me inundó un sentimiento muy profundo de compasión y le extendí la mano con la esperanza de que la oliera y se le pasara el miedo.
Cuando olió mi mano, cerró los ojos y suavemente le acaricié la cabeza llena de gusanos. Pareció relajarse tanto que temí que se volviera hundir. Imagino que se sentía exhausto por tratar de escalar la fosa séptica, quizás durante toda la noche hasta donde sé.
Decidí sacarlo de la fosa. Sumergí los brazos hasta los codos en la suciedad y lo levanté cuidadosamente del tanque. Para entonces estaba llorando al reflexionar en la relación que esto guardaba con el Señor cuando me sacó de la suciedad del pecado en la que me encontraba. En una época yo estaba en la situación de este perro, sumido completamente en el pecado sin poder encontrar una salida. Estaba ahogándome y la muerte me acechaba, pero Él fue misericordioso conmigo y me sacó de la muerte y me dio vida Eterna.
Puse al perro en el suelo cerca de un arroyo. Él me miró y saltó al otro lado del arroyo sin dejar de observarme. Mientras me limpiaba los brazos de la suciedad de la fosa, lloré como un bebé al meditarlo. Me levanté y continué mi recorrido, que terminó en la casa de mis padres. Frecuentemente recuerdo este evento y me pregunto si alguna vez volveré a ver ese perro. Entonces pienso en el Hermano Branham cuando vio a su perro, Fritz, más allá de la Cortina del Tiempo y el Señor le dijo: “Todos los que has amado y todos los que te han amado, Dios te los ha dado”.
Oro para que el Señor también me permita ver ese perro cuando llegue al otro lado.
Dios los bendiga,
Su hermano en Cristo, David
Estados Unidos